CÓDICES
En algún recodo del tiempo, cientos de años atrás, fui llamada “La elegida”, el rescate por la vida de mi pueblo, los Chimúes, allá en el borde de la tierra, donde ésta se besa con el mar.
Y fuiste tú, hombre de la sierra con piel de cobre, el invasor, Hijo del Sol, que temió a la luna, el que exigió mi presencia sin dar nombres ni más razones que el capricho de tu miedo y el mandato de tus dioses.
Me alabaron. La envidia de las otras vírgenes fue tan grande como el orgullo de mis padres:
Yo, su perla inmaculada,
Hermosa entre las hermosas,
Agua de jade son mis ojos,
Digna hija de la Diosa.
No hay mácula en mi cuerpo y mi espíritu dócil, no conoce el miedo a la muerte.
Mi pueblo avasallado, me ofrendó gozoso: tú ordenaste el tributo, a cambio, ofreces la paz. ¿Quién puede resistirse a tus palabras?
Nadie. Ni siquiera mis pasos, que obedientes me llevan hacia ti, hacia tu templo, hecho de roca firme. Un tanto más alto y un tanto más fiero que nuestro dios vencido: el Mar.
Un temblor me recorre al cruzar las puertas… no puedo decirle miedo, le llamaré ansiedad, pues mis pies alados no pisan: besan los peldaños de piedra viva que conducen a lo desconocido.
“A tu nombre hecho leyenda,
A tu rostro nunca visto,
Imaginado, temido, parapetado
tras las máscaras del poder.”
Cuento veintiocho peldaños en ascenso antes de llegar al puente sin retorno para mí… mas, no pienso en eso: sólo quiero SABER y vivir el rito que trae tu lengua extranjera. Hasta este punto, mis custodios me acompañan. El resto, debo recorrerlo sola, con los ojos bajos como símbolo de humildad y entrega.
Suave y al mismo tiempo segura, traspaso el último dintel y ante mis ojos estalla mi destino, tal como lo narraron las ancianas del pueblo: allí, en el centro de la bóveda, está la silla de la muerte, tosca y bella a la vez, con el poste de madera enclavado en su respaldo a modo de cabecera, esperando…